Capítulo II

Aspectos teóricos
Identidad, etnia, nación y desarrollo

Discusión teórica

La posible construcción de un proyecto hidroeléctrico en la Cuenca del Río Grande de Térraba y la consiguiente reubicación de la comunidad indígena de Curré, alimenta la confrontación de intereses étnicos y nacionales, en lo que respecta al uso de tierras y otros recursos asignados a los Territorios Indígenas. No es aventurado decir que incluso la sobrevivencia de la etnia y la identidad podría estar en juego. Una situación como ésta, pone una vez más sobre el tapete la discusión acerca del progreso y el desarrollo, frente al futuro de los pueblos y las culturas indias; así como también, acerca del derecho del Estado nacional a hacer uso de las tierras de las Reservas y las demandas de los pueblos indios a definir sus propias vías de desarrollo.

Un tema como el que nos atañe tiene una serie de vinculaciones prácticas, pero también teóricas y éticas. Es por eso que antes de poner un pie en Curré, nos abocamos a contestar una serie de preguntas necesarias para poder ubicar nuestro problema de investigación, pero también, para establecer una relación respetuosa con la comunidad. Estas preguntas han sido, entre otras las siguientes: Quiénes son los indios, cuál es su relación con la sociedad nacional, en qué consiste la así llamada contradicción etnia nación, cuál ha sido el papel histórico de los indios dentro de la sociedad costarricense, que es la contradicción etnia – desarrollo, cómo conciliar las necesidades de desarrollo de las naciones y de los pueblos indios, con las demandas de estos últimos de mantener sus culturas y dar continuidad a su identidad étnica. Se trata de temas álgidos que obviamente no están aquí resueltos, pero que era necesario al menos esbozar por las razones antes mencionadas. Seguidamente presentamos una síntesis de nuestras indagaciones en lo que concierne a: Concepto de etnia, nación y Estado – nación. Construcción de la nación. Negación de los pueblos indios en América Latina. Los pueblos indios en la construcción de la nación costarricense. Los territorios indios y su origen histórico. El desarrollo y los pueblos indios. Identidad étnica.

 

Etnia y estado – nación

Este apartado tiene por objeto contribuir a la comprensión de la relación entre el Estado nación como formación social y los grupos indígenas o etnias, a partir del análisis de diversos autores. Intentaremos sistematizar algunas definiciones, no sin admitir que existe gran ambigüedad y sobreposición en cuanto al uso de los términos,  tal y como lo advierten varios de los teóricos consultados (Nielsson, 1989; Jafrelot, 1993 Gubert, 1986). La definición un tanto esquemática que ofrece Nielsson (203) aclara el panorama permitiéndonos profundizar después. Según este autor:

  • La etnicidad es un proceso de formación de identidades. Varios atributos conforman los grupos étnicos, el más importante de ellos, la existencia de una comunidad, puede venir acompañado de otros como similitud cultural, lazos familiares, ascendencia común, raza, lengua y religión.
  • La nación es un grupo étnico políticamente movilizado que posee instituciones políticas relativamente autónomas.
  • El Estado nación por su parte, es una nación que ha adquirido el grado máximo de autonomía: la independencia soberana!

 

Etnia

El término etnia, es un derivado moderno del griego ‘ethnik’ o ‘ethnikos’ que significa ‘una nación’. Lo que revela el hecho de que la formación de naciones está íntimamente ligada con la dinámica de la etnicidad. Nielsson (1989). Las etnias son entidades socioculturales históricamente construidas. Poseen identidad y diferenciación respecto a otros grupos, dadas por sí mismos y por referencia a los otros. Algunos factores que aparecen asociados al fenómeno étnico son comunidad, cultura, territorio, historia común, a ellos se agrega la construcción simbólica que cada pueblo hace de su sociedad y de su diferencia respecto a los otros. La base objetiva o soporte físico de la aparición del fenómeno social de la etnia lo constituye precisamente la comunidad. “Es la comunidad y no la raza (…) la que crea la conciencia social en los individuos, la cual por su parte, a través de la posesión común de símbolos o, lo que es lo mismo, debido a la homogeneidad y heterogeneidad de hábitos y de costumbres hace creer en la existencia de un origen, de sentimientos y de un destino comunes.” (Azcona, 1989: 261)

Las etnias no necesariamente llegan a plantear una demanda política. La etnia es un hecho social puro que no requiere para existir la aceptación oficial ni la organización consciente. La etnia existe y se pertenece a ella. Existe la tendencia equivocada a asociar las etnias con grupos minoritario, pero esto no necesariamente es cierto, sino que como señala Nielsson, es necesario “ omitir el significado de categoría minoritaria de los atributos definitorios de los grupos étnicos” (Nielsson, 1989: 205).  Otra tendencia esta vez inversa, es la de no percibir él carácter étnico de los sectores dominantes de una sociedad, por ejemplo los criollos latinoamericanos y sus élites de poder frente a las etnias indígenas (Díaz Polanco, 1987). En Costa Rica, según veremos luego, es la élite criolla cafetalera la que construye la nación y en ese proceso subordina y oculta a las otras.

La etnicidad de un grupo social puede ser manifiesta o latente. En este último caso puede no hacerse evidente hasta que ciertas condiciones así lo favorezcan. Baud (1996) advierte que ante ciertas circunstancias de riesgo o amenaza de otros grupos, consciente o inconscientemente, los individuos recurren a un repertorio de reglas y procedimientos sociales preexistentes, para dar sentido a nuevos requerimientos del entorno histórico y social. La etnicidad entonces se reconstruye como una forma de estrategia social. De modo que la etnicidad, si bien es herencia, tradición costumbre, puede ser también estrategia y forma viva y cambiante de enfrentar colectivamente los obstáculos que enfrenta el grupo. Difícilmente podemos decir que una etnia está muerta y decretar su defunción. La etnicidad latente puede aflorar cargada de vitalidad como ha sucedido en Europa tras la caída del Muro.

La etnicidad se reconstruye; pero también la etnicidad cambia, es un fenómeno dinámico. Los curreseños de hoy, no tienen por qué ser idéntico a los curreseños de ayer o de mañana. No existen formas “originales” o “verdaderas”. Una etnia puede cambiar y seguir dando sentido a su etnicidad a través del tiempo. El marxismo y el liberalismo creyeron poder “superar” el etnicismo como una etapa evolutiva anterior. Según estas perspectivas los valores instrumentales y de sociedad sustituirán a los valores adscriptivos y sentimentales premodernos. En contraste con las relaciones de comunidad tradicionales, habrían de darse las relaciones de sociedad “modernizadas” propias del estado ‘científico’ moderno en el cual la autoridad está secularizada (Nielsson, 1989).  Sin embargo las últimas décadas han visto un resurgir mundial del fenómeno étnico que demanda un replanteamiento teórico. Frente a esta perspectiva evolucionista, que asume que las etnias son reminiscencias del pasado y están irremediablemente llamadas a desaparecer, los autores consideran que las etnias son “configuraciones socioculturales contemporáneas, con identidades y demandas propias” (Díaz Polanco, 1990.)

 

Nación y estado Nación

Etimológicamente el vocablo “nación” proviene de Natio, palabra latina que significa nacimiento o raza (Gubert, 1986: 1146). El término ha evolucionado y adquirido diversos usos a través del tiempo. Siguiendo con la distinción de Nielsson (1989), cabe decir que “la nación” es un grupo étnico políticamente movilizado que posee instituciones políticas relativamente autónomas. Ha desarrollado una ideología política, el nacionalismo, con base en sus necesidades e identidad como nacionalidad. Cuenta con recursos organizacionales y capacidad de liderazgo para iniciar el proceso político dentro del estado con el fin de presentar reclamaciones a favor de los intereses colectivos de la nación.

El Estado Nación es, lo hemos dicho antes, una nación que ha adquirido el grado máximo de autonomía: la independencia soberana. Una élite o etnia ha logrado ponerse al frente de una formación social en la que pueden participar otras grupos étnicos e imponer su cultura e ideología. En estos casos, “una nacionalidad dominante estuvo al frente del proceso histórico que condujo a la conformación del Estado nacional, e imprimió su sello étnico – cultural (como ‘cultura nacional’) a toda la sociedad.”

Mientras que las etnias ofrecen una gran diversidad, como formas de organización y pertenencia que acompañan a la sociedad humanas desde tiempo inmemorial, el Estado nación, esto es, la nación moderna, es un producto europeo de reciente factura. El nacionalismo europeo se propagó por el mundo por efecto del proceso de colonización y descolonización. Es así como más de cien Estados en América, Asia y Africa surgen del territorio colonial de europeo, la gran mayoría por influencia de tres países, España Francia e Inglaterra.  (Nielsson, 1989: 201) El concepto nación de nuestros días responde a una entidad socioeconómica que es originalmente un producto de la Europa moderna y que integra o puede integrar varias etnias bajo la égida de una clase (o etnia) dominante. Edelberto Torres Rivas aclara el punto:

“Si bien la nación como forma de existencia comunal aparece en el largo periodo precapitalista, solo en la sociedad burguesa encuentra su forma más acabada: el Estado nacional. El concepto antiguo de nación era equivalente al de etnia, en el sentido de que una comunidad era, sin más, la nación. Por lo general esta concepción se presentó en la realidad histórica asociada a elementos culturales y lingüísticos que se refuerzan mutuamente. La nación moderna integra múltiples particularidades nacionales. A través del comercio y la industria, no por el poder tradicional de un mandatario divino, … (une) regiones antes dispersas o vinculadas irregularmente, cohesiona al mismo tiempo nacionalidades y les da una base territorial así como una lengua común. La tendencia unitaria la da la economía y no el emperador, y en el seno de esa diferencia es posible entender cómo el capital , la gran industria destruye particularismos, uniforma nacionalidades y genera las  mismas relaciones entre las clases de la sociedad. El concepto moderno de nación es el de una comunidad política, cuya unidad se encuentra en la existencia dinámica de un mercado interior(Torres Rivas, 1983:137)

 

Construcción de la nación

Diversos autores insisten en la importancia de ver la nación como una construcción social, no como una esencia preexistente y ahistórica.  Esta posición es compartida por estudiosos en nuestro medio (Acuña, 1994;  Ovares y otros, 1993;  Quesada, 1998;  Palmer, 1996; entre otros). Dentro de la escuela denominada Nation Building, destacan los autores Deutch y Anderson. El primero plantea que existen condiciones tangibles y cuantificables que  sirven de base a la construcción de las naciones y que no basta hablar de “un simple estado de espíritu”. Postula que los procesos de comunicación son el principio de coherencia de las sociedades. Pone el énfasis en las redes de comunicación y en el tránsito de la sociedad tradicional a la sociedad industrial, y recurre a indicadores como la urbanización, desarrollo de los sectores secundario y terciario, lectura de la prensa, número de estudiantes, movilización social, redes más densas que las de las sociedades tradicionales. Industrias, mercados, alfabetización (Jaffrelot, 1993: 209) Benedict Anderson agrega un elemento a la propuesta de Deutsch, y es el de “comunidad imaginada”. Siempre sobre la base de la comunicación, advierte que el desarrollo de la prensa procura el sentimiento de pertenecer a una comunidad imaginaria, suscitando en un mismo momento los mismos pensamientos entre los miembros de una cultura nacional, cuyas fronteras están delimitadas por el lenguaje (Jaffrelot, 1993: 210).

Connor critica a los defensores del “Nation Building” por considerar al Estado como el marco natural de la nación en detrimento de sentimientos comunitarios, regionalismos etc., mientras que éstos eran los verdaderos nacionalismos. Sobre esta misma vía, Ernest Gellner propone estudiar el nacionalismo utilizando el camino de la etnicidad. Nacionalismo étnico, combinación de fenómenos culturales y étnicos en una perspectiva dinámica. Ernest Gellner subraya el papel del sistema escolar en la consolidación de la nación y sus efectos de absorción y homogenización cultural (Jaffrelot,1993: 214). Considerando la importancia de la escuela en el contexto de la construcción de la nación en Costa Rica, especialmente como creadora de consenso (Fischel, 1990), conviene detenerse en esta idea.

El proceso de construcción nacional, continúa Gellner, avanza al ritmo de la absorción en el sistema educativo de poblaciones cada vez más periféricas, las cuales han comprendido que el aprendizaje de una lengua dominante y de una formación en general era la condición de su ascenso social y de su aptitud para defender sus derechos ante la administración. Además la educación confiere un equilibrio moral poniendo al individuo en fase con los valores de la sociedad. La homogeneización cultural, genera así una conciencia nacional. “El nacionalismo no es el despertar de una fuerza antigua, latente, que dormita, aunque sea así como se presenta. Es en realidad la consecuencia de una nueva forma de organización social, fundada en altas culturas dependientes de la educación y profundamente interiorizadas, cada una de las cuales recibe protección de su Estado. El nacionalismo se sirve de las culturas preexistentes que él transforma, generalmente en el curso del proceso. Pero le es prácticamente imposible utilizarlas todas…( Jaffrelot, 1993: 215).

En resumen, el concepto de nación tal y como aparece en autores consultados involucra varias premisas que serán útiles para los posteriores análisis:

 

  1. La nación se construye. La nación es una construcción cultural, un artefacto, y no un espíritu que se revela: Palmer (1996) basado en Erick Hobsbawn y en Ernst Gellner.
  2. Proyecto de una élite. Existe consenso en dos puntos: el carácter moderno y en que es un producto concebido por una élite (en o fuera del estado) y luego difundido hacia escalones inferiores. Las masas populares son las últimas en adquirir una identidad nacional.  (Acuña, 1994: 199)
  3. Participación de intelectuales. Aún cuando los nacionalismos casi siempre localizan parte de su autoridad en una supuesta cultura folklórica emanada de los estratos populares (e invariablemente rurales), es claro que sus unidades y uniformidades resultan de las tareas de intelectuales letrados involucrados en la articulación de una cultura dominante (o de una cultura que busca ser dominante) (Palmer, 1996)
  4. No existe una conciencia nacional previa independiente de los textos.
    Importancia de los textos literatura y los periódicos como constructores de la idea de nación y de  la comunidad política imaginada (Ovares y otros, 1993)
  5. La nación es un producto moderno y es supraétnico.

 

En este apartado hemos discutido los conceptos de etnia y estado nación como una forma de acercarnos a visualizar en qué han consistido las relaciones etnia – nación, y aportar elementos para comprender mejor el momento histórico que atraviesa la pequeña población indígena de Curré. Nos interesa ahora estudiar brevemente cómo se establece la relación etnia – nación en el proceso de construcción de los Estados – nación en la América Hispana y cómo se construye la subordinación de las minorías étnicas.

 

Negación de los pueblos indios

En el momento de la independencia de los países latinoamericanos, los indígenas llevan ya tres siglos de vasallaje frente a una potencia extranjera. Vasallaje que había significado hasta el momento supresión de libertades, aculturación, trabajos forzados y destrucción de etnias enteras. Durante este largo periodo los pueblos indígenas son insertados dentro de una estructura político económica en condiciones de subordinación. Desdichadamente, el proceso de independencia política e instauración de los estados hispanoamericanos no significó un cambio importante para los pueblos indígenas. Adams (1996: 226)  se refiere al hecho de que la constitución de los estados post coloniales en otros continentes, (Asia o Africa) a menudo permitió el arribo de una etnia o coalición de etnias originarias al poder. En América Latina en cambio, es la etnia criolla, europeizada, la que asume el poder, reeditándose el proceso y las prácticas de sometimiento sobre las naciones indígenas, las que no llegan a independizarse realmente.

Aunque en la mayoría de los países latinoamericanos las leyes daban los mismos derechos por igual sin importar la procedencia étnica, en la práctica, los indígenas eran objeto de marginalidad económica, discriminación y subordinación política. Ciertamente pudieron conservar sus tierras o lo que finalmente había sido respetado por la antigua legislación colonial, pero éstas fueron diezmadas por los movimientos liberales de mediados del siglo XIX, a nombre de las nuevas repúblicas, del progreso y del futuro de la nación. Ya en tiempos de la independencia “los indígenas fueron objeto de despojos masivos, a veces de masacres y exterminios en masa, y muchas veces fueron empujados a regiones inhóspitas” (Stavenhagen, 1988: 23). La población indígena es incorporada a la economía nacional, “la subordinación y explotación de los indios persistieron, fundamentalmente por medio de los sistemas de tenencia y explotación de la tierra” (Stavenhagen, 1988:  28).

Las élites criollas en su esfuerzo por dar forma a las nuevas naciones, garantizarse el poder y sustituir a los peninsulares, se abocan a la construcción de la “cultura nacional”. Esa cultura nacional “representaba los deseos más o menos coherentemente articulados de la pequeña clase dominante, heredera de la administración colonial y desesperadamente necesitada de legitimar su poder y desarrollar los mecanismos destinados a excluir del aparato político a las masas populares (campesinos indios esclavos negros que tomaron parte en las guerras de independencia). Los frutos de la Independencia fueron rápidamente apropiados por los criollos…” (Stavenhagen, 1988:  27).

Díaz Polanco advierte que se trata de un “proyecto nacional etnocéntrico”, puesto que la nación se convierte en “un sistema basado en la centralización y la exclusión, que cierra toda posibilidad de participación libre en los asuntos locales regionales a grupos de la población que mantienen identidades diferenciadas”.  Se fundamenta en “la negación y el rechazo de la diferencia cultural y lingüística, y la búsqueda declarada de una homogeneidad que privilegia un patrón sociocultural respecto a los demás, bajo el supuesto de que el arquetipo escogido es la garantía de la ‘unidad nacional’,…”. Este sistema plantea “la igualdad formal de todos los miembros de la comunidad nacional, mientras se mantiene y reproduce la desigualdad real…” (Díaz Polanco, 1990: 14). El racismo fue, sin duda, la expresión ideológica de la explotación económica y la exclusión política.

Un resultado lógico de esta forma de concebir la nación es la negación de las culturas indígenas. Stavenhagen (1988: 31) observa que “en la América Latina moderna el concepto de cultura nacional se ha sustentado en la idea de que las culturas indias no existen; o bien, que si existen tienen nada o muy poco que ver con la cultura nacional, y que, en todo caso, tienen muy poco que aportar a la cultura nacional (su grandeza, si acaso, pertenece solo al pasado histórico) en fin, que tales culturas, si aún existen, no son más que vestigios de esplendores pasados, razón por la cual lo mejor que puede hacer un gobierno progresista y modernizante es apresurar su fin.” Es comprensible entonces el auge de los proyectos indigenistas de corte integracionista que se desarrollan en Latinoamérica a principios del presente siglo.

El indigenismo integracionista se promociona desde 1940 y se orienta a recomendar pautas para eliminar aspectos tradicionales de los pueblos indios que percibe como negativos, (…) y promover prácticas culturales y de ‘desarrollo’ que mejoren las condiciones de vida.  (…) Sus políticas parecen siempre plantear la desaparición ineludible de las culturas indígenas (Guevara y Chuprine, 1989: 2). Esta forma de pensar ha dominado por mucho tiempo entre intelectuales y funcionarios, y no es extraño encontrar planteamientos integracionistas en sectores sociales interesados en anular los mecanismos legales que protegen a los indígenas, o bien, en acabar con determinados derechos históricos que les han sido reconocidos, especialmente cuando nuevas reivindicaciones se tornan posibles o cuando su diferenciación se torna en un lastre a la dinamización social concebida como desarrollo. Esta tendencia, como veremos más adelante, cobra vida en ciertos sectores sociales al interior mismo de la comunidad de Curré.

En resumen, la nación surge como un proyecto criollo de las élites coloniales. En el proceso colonial los indígenas han sido “reducidos” y dominados con todo lo que esto pueda significar esto en términos materiales y culturales. Después de la independencia la explotación y marginación de los pueblos indígenas continúa. Más aún, el proyecto de “construcción de la nación” ve en los indígenas un obstáculo. Las respuestas de las élites son varias y van desde la “limpieza”, las matanzas, el blanqueamiento por medio de la inmigración y finalmente los proyectos asimilacionistas. El proyecto de construcción del Estado nacional en América Latina y la marginación histórica de las minorías indígenas, son caras de una misma moneda. Existe además la tendencia a negar la existencia de los pueblos indígenas lo que se asocia con idearios y políticas integracionistas concebidos bajo la premisa de la ineludible desaparición de las culturas indígenas.

Un claro ejemplo de negación las culturas indígenas por parte de la élite dominante se observa en el proceso de construcción de la nacionalidad costarricense, como veremos seguidamente.

 

Una nación criolla… sin indios

Construcción de la nación costarricense.

Para la comprensión de la relación entre lo étnico y lo nacional en el caso de Costa Rica, es importante conocer como se ha construido la imagen de nación y cual ha sido el papel de las etnias en el marco de la nación. Desde esta perspectiva, uno de los aspectos más relevantes es que, en su construcción, la sociedad costarricense se visualiza a sí misma como blanca, homogénea y sin indios. Esa imagen, en tanto ignora la realidad social pluriétnica y multicultural, trae en la práctica efectos que repercuten negativamente en la obtención y cumplimiento de derechos de grupos sociales que poseen características sociales y culturales particulares, como las etnias indígenas.

Varios investigadores se han abocado al estudio de diferentes aspectos de la construcción de la nación costarricense (Acuña, 1994; Palmer, 1994, Ovares et al, 1993, Quesada, 1990, entre otros).  En términos generales, coinciden en que no es sino hasta las últimas décadas del siglo pasado cuando se perfila el proyecto nacionalista, antes de esa fecha es más bien titubeante. Antes de 1848, observa Acuña, el término “nación” se utilizaba para Centroamérica, no para Costa Rica. No existía certeza de la viabilidad histórica del proyecto nacional. Pero “en las últimas tres décadas del siglo XIX la oligarquía consolida su posición como clase  dominante en el interior del país e intenta consolidar también, bajo su égida un estado nacional con sus correspondientes aparatos ideológicos, uniformados bajo el signo del liberalismo y el positivismo filosófico” (Quesada, 1990: 23).  Se así inicia un proyecto de unificación y centralización del poder económico político e ideológico alrededor suyo. Esto lleva a la gestación de una identidad y una mitología nacionales, con sus héroes, su literatura, sus símbolos y tradiciones “que permitan interiorizar como propios de todos los habitantes del territorio nacional, los intereses y representaciones del poder oligárquico”. Para tal efecto, el discurso nacional oligárquico se afirma como una voz monológica, en el sentido bajtiano. Se construye entonces una comunidad imaginada homogénea, cuya unidad imaginaria oculta su configuración múltiple y contradictoria, oculta también la existencia de otros sujetos sociales, cuyas voces y lenguajes reprimidos habitan igualmente el cuerpo de la nación (Quesada 17). En términos de Acuña (1994: 148), “la creación de la nueva ‘comunidad imaginada’ requirió eliminar o subordinar lealtades, étnicas, locales y religiosas anteriores…”

Un análisis de la literatura costarricense desde mediados del Siglo XIX hasta mediados del Siglo XX (Ovares y otros, 1993), permite apreciar el proceso de construcción de la “comunidad imaginada” y su evolución a lo largo del tiempo. Los meseteños que se consideran a sí mismos blancos, pacíficos, trabajadores,… excluyen a los demás – indios y negros – y a sus culturas, y no es sino a lo largo de un complejo proceso histórico de interacción dialéctica con estos grupos y con los sectores populares, que la intelectualidad de la oligarquía termina cediendo, y no muy convencida a veces, ante la existencia de “los otros”, esos otros cuyo aspecto cultura costumbres y visión de mundo, rompe con la imagen un tanto bucólica del paraíso original meseteño.

Ovares et al, (1993), utilizan el  concepto de “La Casa Paterna”, para referirse a esa construcción idílica que los meseteños, y especialmente los cafetaleros elaboran a inicios del siglo pasado y se va resquebrajando a medida que descubren que ya no funciona y que la sociedad costarricense lejos de ser blanca y homogénea, es contradictoria, multiforme, pluriétnica y multicultural. Estos autores logran establecer ciertos rasgos del discurso en que se construye la nación costarricense. Ellos son: la reducción del espacio nacional a la Meseta Central, (…) lo costarricense se asocia a los conceptos de orden, paz, unidad (El otro, el no costarricense es el carente de esos valores). Existe una “endovisión” que excluye al resto de América Latina. El yo se fundamenta en Europa como modelo. Lo europeo se trata de incorporar en el origen de sus habitantes, su cultura democrática, nivel educativo, y hasta en la topografía, la que se considera alpina. En esa construcción primigenia no hay espacio para mulatos, indios y negros  (Ovares et al, 1993).

La imagen idílica de la “nación meseteña” tiene su máxima representación en las proclamas y cartas de Juan Mora Porras dirigidas a “una familia de labriegos y propietarios que subsisten pacíficamente y se enriquecen moderadamente alrededor del cultivo del café. Más allá del Valle Central solo queda lo exótico y lo ajeno, los confines de lo nacional… Los documentos de la Campaña Nacional se refieren y se dirigen a un pueblo de trabajadores y propietarios, a una sociedad pacífica y progresista que se siente amenazada por un peligro externo: los filibusteros. El triunfo costarricense permite el retorno al estado original (ideal, bucólico) del costarricense, sin conflicto racial ni de ningún otro tipo (Ovares et al, 1993).

Ya para fines de siglo cuando emergen claramente a la literatura los prejuicios del costarricense y entre ellos los estereotipos racistas contra las minorías. “En los diez años de ejercicio periodístico, (de 1889 a 1899, hace 100 años), Pío Víquez condensa, tal vez más que ningún otro escritor de la época, los mitos del  costarricense: blanco, igualitario, democrático, y trabajador” (Ovares et al, 1993: 113).  Víquez asegura que los indios son: “gente americana… que todavía siente el afán de odio contra la civilización invasora de sus bosques y de sus costumbres primitivas…”.  Y es Colón el civilizador que “arrebataba, en ese instante supremo del amanecer, a los mares caribes, un mundo que agonizaba de anemia en manos de los salvajes.” Al levantar la vista fuera del Valle Central, hacia el Atlántico, surgen de nuevo los estereotipos al descubrir que “las niñas de azabache brillante en cuyos senos tiembla la nubilidad y en cuyos ojos arde el Demonio, van y vienen oficiosas (…) La negras abundan en estas tierras y cuando no son negras son mestizas y cuando no mestizas, gente de poco pelo” (Ovares et al, 1993: 114) Sus críticos terminan afirmando que “se trata del discurso de un colonizado que ha interiorizado el discurso del colonizador y lo asume como propio, sin poder, no obstante, enunciarlo completamente (…) Una conciencia escindida que lucha entre un afán de distanciamiento del atraso y la barbarie (los negros y los indios) pero  que aún no posee lo otro (el progreso del extranjero).”

En el plano étnico que es el que nos interesa, se cuenta a don Omar Dengo entre los primeros en plantear, en el campo de la literatura, una posición inclusiva con respecto los grupos étnicos marginales, lo que ocurre con su ensayo “Bienvenidos los negros”  (Ovares et al, 1993). Pero será Carlos Luis Fallas con su “Mamita Yunai”, quien rompa definitivamente todos los esquemas, planteando ya no una bienvenida, sino una salida del Valle Central. Calufa y sus personajes son los desheredados de “la casa paterna” que, por fin, salen del paraíso meseteño en pos de la otredad. Como han dicho Ovares y compañeros, estos son “héroes que se internan en la geografía y en la psicología del otro” (Ovares et al, 1993: 246). Fallas nos hace descubrir al indio y al negro como parte negada de la realidad costarricense, explotada y hasta ahora no admitida de la nacionalidad. En su novela Calufa nos muestra el espacio social y humano de la región talamanqueña. El interés de Mamita Yunai se centra en mostrar el espacio social y humano. Es novela testimonio, crónica, afán didáctico, discurso político, denuncia: “los diversos momentos de la aventura del héroe, corren paralelos al surgimiento de espacios inexplorados y a la incorporación de personajes antes ajenos a la galería nacional” (Ovares, 1993: 245). Con esta obra que, parodiando a Geertz, nos hace pensar en el autor como etnógrafo, la imagen construida de la nación se rompe y se ensancha. La narración se abre a Talamanca y procura “proporcionar una visión de la zona como espacio marginal y olvidado”. El pasado aparece degradado: los indios otrora belicosos imploran por un jarro de guaro. Talamanca no es siquiera Costa Rica, pues ahí corre otra moneda, el dólar, y los extranjeros son los dueños de la tierra. El texto cuestiona varios mitos como el progreso y la civilización nacionales, la legalidad, la prensa, las autoridades, la soberanía (Ovares et al, 1993: 245  254.)

Pero la negación de la presencia indígena y negra no se queda solo en el campo de la literatura. La visión de una Costa Rica europeizada ha estado presente en la vida intelectual, en la política y en la cotidianidad del país. En este sentido es elocuente la expresión del historiador Jorge León, cuando afirma que Costa Rica “…es efectivamente el Estado Blanco del Caribe. En la Provincia de Heredia la proporción entre legítimos descendientes de europeos es de 96.6 %, o sea un poco mayor que la de Nueva York” (Guevara y Chacón, 1992: 11). Es también notoria la afirmación del expresidente Calderón Fournier, cuando en un intento por exaltar las buenas relaciones entre Costa Rica y España, argumentó que éstas se debían a que en Costa Rica no había indios (Borge, 1998).

En suma, la construcción de la nación costarricense ha sido hecha desde una perspectiva mesetaña obviando la presencia étnica del indio y del negro, entre otros sectores. Ello ha dado como resultado una sociedad que se percibe como blanca y homogénea, merced al ocultamiento y la asimilación. Esta situación tiene como resultado la minimización de otros grupos, en su estatus derechos y en especial de las identidades étnicas indígenas que pasan como inexistentes, lo que atenta contra el efectivo cumplimiento de sus derechos, y probablemente, contra la imagen que estos grupos tienen acerca de sí mismos.

En este contexto cabe preguntarse ¿qué valor tiene el argumento del interés nacional, frente a una comunidad indígena, que ha sido excluida del proyecto de construcción de la nación? Es una pregunta para reflexionar, porque entendemos que el “proyecto nacional” no es un proyecto acabado, sino que se construye todos los días. Comprendemos que los errores del pasado no tienen por qué reeditarse eternamente, sino que la construcción de la Costa Rica pluriétnica y multicultural está en proceso. [1] Es en ese contexto emergente, de respeto a la diferencia, y no en otro, donde pueden darse las negociaciones para la construcción de proyectos como el Proyecto Hidroeléctrico Boruca.

 

Y de quién son las tierras

Los indígenas y sus territorios

Buena parte de la problemática indígena y de la tensión entre los grupos étnicos y el Estado nación, se cifra alrededor de sus tierras. No en vano éstas se convierten en uno de los puntos más álgidos en los procesos de negociación para la construcción de grandes obras de infraestructura en sus territorios. Sobreviene entonces la pregunta: y ¿de quién son las tierras? ¿Son tierras del Estado concedidas a los indios? O, como preguntaba un respetado ingeniero, ¿por qué tienen los indios tantas prerrogativas sobre esas tierras, siendo ellos en realidad una minoría, y requiriéndose éstas para la realización de un proyecto de interés nacional? Considero importante ahondar en este punto clave de la tensión etnia-nación, al tiempo que indagar acerca del origen de la posesión de las tierras de Curré.

Ciertamente, un cuerpo de leyes establece las “Reservas” y protege las tierras de las comunidades indígenas; sin embargo, como veremos, estas leyes no son el resultado de una concesión o dádiva de la nación costarricense, sino el reconocimiento positivo de derechos históricamente constituidos de los pueblos indígenas, que se fundamentan en factores tales como posesión desde tiempos inmemoriales o reconocimientos que han sobrevivido hasta hoy hechos en las leyes coloniales.

A cinco siglos de la dominación europea llama la atención observar que, aún con las armas en la mano, los españoles necesitaran un asidero legal ideológico para justificar la invasión de las tierras y la explotación de las gentes americanas, asidero por lo demás formal, porque en todo caso, el fuego y la espada demostraron ser suficiente argumento. De todos modos “el ‘descubrimiento’ de América planteó una serie de problemas jurídicos a los españoles. De él se ocuparon los reyes, los clérigos, los filósofos y los juristas”. El hecho es que, finalmente, la “legitimidad” de la conquista la encontraron los Reyes Católicos en las bulas papales de Alejandro VI y en el Tratado de Tordesillas de 1494 (Stavenhagen, 1988: 15). Pero aún con el visto bueno del Papa, los escritos de la época dan cuenta de un gran esfuerzo argumentativo para justificar la usurpación, los razonamientos proliferaron. Solórzano Pereira resumen de argumentos y menciona:

“vocación divina: Dios, que es quien dispone de los Imperios, quiso que los indios fuesen sujetos a los españoles y privados de sus reinos por sus pecados.

Hallazgo: las tierras nuevas y deshabitadas son de quien las descubre según del Derecho. Si las tierras están habitadas cabe sujetar a los habitantes por guerra justa, cuando media causa suficiente.

Barbarie: los indios por su carencia razón deben sujetarse por ley natural a los españoles, quienes los elevarán a la vida racional”

Y es que, como dijera en 1525 el Dominico Fray Tomás Ortiz, “nunca creó Dios gente más cocida en vicios y bestialidades, sin mezcla de bondad y policía.” (Ambos en Stavenhagen, 1988: 16 – 17)

Con el apoyo divino y con la aprobación del papa conferida al rey de España, los aventureros interesados en cruzar el ancho mar solo tenían que montar una empresa financiada por ellos mismos, firmar un contrato con la Corona, y lanzarse por esas tierras de Dios a someter indios y territorios, para lo cual se tomaban el cuidado de leer antes a los nativos una especie de ultimátum en donde se les informaba que el Papa había concedido a la Corona Castellana la soberanía sobre sus territorios y se les instaba a aceptar el catolicismo y el dominio extranjero. Como es de suponer los indios no entendían el mensaje del rey y en ocasiones tampoco estaban muy interesados en escuchar su lectura, de modo que resultaba más fácil leérselas después de reducirlos mediante “la guerra justa” (Guevara y Chacón, 1992: 25)

Para nuestros efectos, lo importante es que según aquella interpretación, las tierras eran de la Corona. Si alguien, indio o español requería tierras, debía solicitarlas al rey por concesión o venta. Tal y como explican Guevara y Chacón, este fue el origen de la Reducción de Boruca, de la que se desprendería más recientemente el pueblo de Curré. “La corona española, al considerarse como dueña del territorio, se dio la potestad de otorgar tierras, tanto a los colonos europeos como a los indios. La expresión institucional que adquirían las formas de propiedad reconocidas por la Corona a estos últimos se denominaba “reducción”, que eran nuevos poblados donde se reunía obligatoriamente a los indios que antes vivían dispersos, o donde se asentaban indios importados de otras zonas en las que la estructura colonial no mantenía posesiones o control (…) En el caso del Pacífico Sur, debemos destacar a Boruca y Térraba, las únicas que sobrevivieron hasta la época republicana. La reducción de Boruca, fundada a principios del siglo XVII, incorporó a los habitantes de otras reducciones de la región cuando mermó su población, así los Cotos desde 1666 y los Quepos en 1794 (Guevara y Chacón, 1992: 33).

Esta situación histórica define los territorios de Térraba, Boruca y Curré, como propiedad indígena incuestionable, aún al margen de las leyes recientes, debido a su estatus en la legislación colonial, situación que se reproduce en la legislación costarricense después de la independencia. Es por eso que como señalan Guevara y Chacón (1992), “finalizada la etapa de la colonización, las tierras donde se asentaban los pueblos indios, en la jurisdicción de Costa Rica, aún pertenecían a estas comunidades, en vista del reconocimiento que la estructura colonial hizo de ellas al legitimar como ‘propiedad india’ las ‘reducciones’ y otras zonas de ‘vecindad indígena’…”.

Mientras esta región permaneció virtualmente aislada del resto de la nación, los borucas continuaron haciendo un uso extensivo de su territorio y buena parte de su cultura estuvo afincada en las actividades que se realizaban en la interacción con la región. El río fue uno de los elementos más importantes en su relación con el medio. Los borucas fueron un pueblo de navegantes fluviales. Todavía a principios del siglo XX “llevaban cueros, cacao, piñas, sal y telas a Puntarenas y Chiriquí en canoas, regresando con objetos de manufactura, por ejemplo ollas y cuchillos de hierro” (Carmack 1994, 29). Viajaban a la costa a extraer sal y moluscos para la obtención de tintes. Grandes espacios no habitados como las sabanas eran utilizados para la obtención de los diversos tipos de zacate requeridos en la construcción de sus viviendas (Stone, 1949). El mismo poblamiento de Curré, que se produjo a principios de siglo XX, es parte de ese uso extensivo y libre de su territorio, cuando un grupo de familias provenientes de Boruca decidió irse a vivir en las márgenes del Térraba para aprovechar su fertilidad, especialmente en la siembra del arroz (Corrales, 1989). De manera tal que el concepto de “Reserva” que vendría a aplicarse más tarde, no es sino una reducción de sus tierras patrimoniales, un reconocimiento parcial que asigna un pedazo del territorio patrimonial.

La presión de los no indígenas sobre los territorios de los pueblos indígenas ha sido intensa y constante. Ya en los albores de la República, los criollos costarricenses, se encuentran con que requieren más tierras y ponen sus ojos en aquellas “zonas de refugio”. Con el desarrollo del negocio cafetalero una serie de cambios económicos y sociales se producen en el Valle Central que genera oleadas de criollos hacia el interior del país. Por una parte una explosión demográfica causada por el auge económico y por otra la expulsión de campesinos sin tierra como producto del acaparamiento a manos de la élite cafetalera que empieza a consolidarse. Lo cierto es que un contingente de meseteños pobres y otros no tan pobres, pero con “fiebre” de colonización, madera, oro y huacas, (Carmack, 1994: 26) ponen sus ojos en aquellas tierras consideradas “baldíos”, nombre con el que denominaron los territorios no declarados, entre los que, por supuesto, incluyeron también las tierras indias, y entre ellas los territorios bruncas de la Zona Sur del país  (Chacón, 1988).

Pese a lo anterior, y a veces con dificultad, un marco legal ha servido para preservar ese derecho histórico que poseen los indígenas sobre sus tierras. Durante el siglo pasado varias leyes hacen referencia indirecta a sus territorios, pero es hasta 1939, con La ley de Terrenos Baldíos, que por primera vez en época republicana se emite una disposición jurídica con rango de ley, que determina expresamente que la propiedad indígena es inalienable y de propiedad exclusiva de los indígenas (Guevara y Chacón; 1992: 46).

En 1956, un decreto crea la reserva de Boruca y Térraba, junto con Ujarrás, Salitre y China Kichá. En 1961 la Ley del ITCO derogó la Ley de Terrenos Baldíos y establece nuevas pautas en materia de territorios indígenas. En 1973 se creó la Comisión Nacional de Asuntos Indígenas, CONAI. Y en 1977 se aprueba la Ley Indígena aún vigente, ley que incluye disposiciones muy variadas que reivindican derechos fundamentales de los indios; sostiene que las reservas son inalienables, imprescriptibles, intransferibles, y exclusivas para las comunidades indígenas que las habitan (Guevara y Chacón; 1992: 46). En el campo internacional se considera de singular importancia la firma del Convenio 107 de la OIT en 1959 y la ratificación en 1992 del Convenio 169 de la OIT, denominado “Sobre Pueblos Indígenas y Tribales”.

Debe subrayarse que estas leyes no han impedido la usurpación y por diversos métodos, más del 50% de las tierras está en manos de no indios (Morales, 1999). Esto hace sospechar a los autores acerca de la verdadera intencionalidad de la ley indígena en Costa Rica, cuando afirman: “más que tutelar sus derechos, parecía que lo correspondiente era delimitar las tierras que debían ocupar los indios, y a partir de esos límites, repartir lo que quedaba entre los ‘nuevos colonos’ que a diferencia de los indios, según el estigma vigente, sí podían ‘poner a producir’ esta región. Las leyes con respecto a los territorios indígenas surgen en momentos de incursión de nuevos colonos y se asocian al advenimiento de nuevos intereses en la región: apropiarse de los “baldíos”, la apertura de la Carretera Interamericana el pretendido reordenamiento agrario del IDA, el deseo de acercarse al Canal de Panamá, son aspectos que parecen funcionar como móvil de la legislación (Guevara y Chacón, 1992: 113). Conviene subrayar a demás que una buena parte de las tierras asignadas desde 1956, no han sido todavía indemnizadas a los poseedores no indígenas, quienes por tal motivo nunca las entregaron. Esta es una deuda del Estado a las comunidades indias.

En cuanto a las “fuentes de derecho” o fundamentos de estas leyes, queda claro que no se trata de un regalo del Estado, sino que responden a razones históricas y que las leyes recientes no hacen otra cosa que consolidar el derecho de los indígenas a sus territorios, consistentes en:

A)   Las tierras sobre las que la Corona Española otorgó derechos a los indígenas, y que reconoció el sistema republicano, o este no derogó expresamente;

B)   Las tierras que estas comunidades indígenas han poseído ininterrumpidamente, desde el arribo de los europeos, o como zonas de refugio ante el acoso de los colonos criollos;

C)   Las tierras que ocupan las comunidades indias, desde antes de la llegada de los españoles;

D)   Aquellas otras que señalen las leyes (Guevara y Chacón, 1992: 56)

Es importante subrayar que uno de los casos más claros de posesión de tierras desde tiempos inmemoriales, donde hay derecho moral, consuetudinario, y derecho positivo que viene dado desde su estatus de Reducción en la legislación colonial, es el que corresponde a Térraba y Boruca. La Reserva Indígena Boruca de Curré se crea en 1982 mediante el decreto No. 16570 – G, como una nueva jurisdicción dentro del territorio indígena brunca (Chacón, 1998: 80 y 84)

Este breve repaso histórico acerca del origen de las tierras que la ley confiere a los indígenas, es importante porque de lo contrario éstas podrían verse como semejantes a otras fincas y latifundios de los existentes, cuando en realidad su posesión por parte de los indígenas, responde a una génesis totalmente diferente y particular, que se fundamenta en antiguas fuentes de derecho, que asignan un territorio a un grupo que tiene el estatus de pueblo, y que es anterior incluso a la República de Costa Rica, en existencia y en posesión de los territorios.

Quizá todo lo que hemos tratado de decir aquí, se resume y simplifica en una sola frase de un dirigente indígena costarricense: “En 1977 fue promulgada la Ley 6172 conocida como Ley Indígena y su Reglamento, como un instrumento jurídico para darle carácter legal a estos territorios, desde el punto de vista de la justicia romana, ya que estas tierras son nuestras desde mucho antes de la llegada de los españoles.” Alejandro Swaby, dirigente indígena bribrí (en Guevara y Chacón, 1992: 5)

 

El Desarrollo y los pueblos indios

El desarrollo ofrece una paradoja, si bien los proyectos de desarrollo promueven un beneficio nacional o comunal, también es cierto que su implementación genera desequilibrios y alteraciones en las culturas tradicionales, efectos directos e indirectos que podrían ser no deseados desde la perspectiva de los grupos étnicos o regionales. No cabe duda que los pueblos merecen el acceso a infraestructura, bienes y servicios, sin embargo la lógica sobre la que opera el desarrollo, el énfasis de lo urbano sobre lo agrario, la economía de mercado, la sustitución de los usos y prácticas tradicionales, se convierten en agentes dinámicos del cambio que tienden hacia un modelo distinto al tradicional de los grupos étnicos y a su consecuente debilitamiento. El desarrollo opone lo nacional y lo étnico, y termina imponiendo su programa de occidentalización, sustitución de valores, cambio de relaciones sociales y económicas, las relaciones tradicionales por las relaciones de mercado, cambio en los patrones de consumo, en las relaciones que median entre la comunidad, la naturaleza y la cultura, lo que viene a poner en peligro la continuidad sociocultural de las comunidades afectadas.

Por decirlo de algún modo, la Carretera Interamericana pasa por Curré, llega con nuevos productos y nuevos servicios y comodidades, pero se lleva la lengua Boruca y buena parte de la identidad curreseña, con ella vienen los maestros, pero también los hacheros, los ganaderos y la deforestación (Bozzoli, 1975). Para empezar no existe un desarrollo que cambie solo los aspectos materiales de la sociedad sin afectar los sociales y valorativos. “El desarrollo es algo más que la aceptación manifiesta de los adelantos materiales y técnicos (…) es también un proceso cultural, social y psicológico. Acompañando a todo cambio técnico y material va otro correspondiente de las actitudes, pensamientos valores y creencias y comportamiento del elemento humano al que afecta el cambio material (Foster, 1974: 17). Para cualquier comunidad, incluso criolla o mestiza, el proceso de modernización toca todas las esferas de la realidad social. Un caso que ilustra este fenómeno es el proceso vivido por la comunidad de Cachí durante los años sesenta (Amador, 1991), en donde se observa cómo la construcción de un proyecto hidroeléctrico en la región fue causa de cambio simultáneo en los hábitos alimenticios y de consumo, ruptura con la sujeción familiar y cambio de las relaciones padre hijo, ruptura con la actividad laboral tradicional, incremento del poder adquisitivo, apropiación de nuevas pautas de conducta y nuevos valores, así como también, en muchos casos, crisis generada por “efecto de cambio rápido” acompañada en ocasiones por alcoholismo.

Para los grupos indígenas el desarrollo tiene una connotación adicional y es que se trata de un proceso occidental de cambio cultural. Su efecto transformador de las etnias depende poco de la buena o mala voluntad de sus promotores, sino que está implícita en la lógica misma del desarrollo. El desarrollo desarticula y sustituye las formas tradicionales de ser y pone en operación otras, propias del modo de vida urbano industrial capitalista. Como hace ver Carmona, “el actual proceso de socialización y universalización de los beneficios del desarrollo, bajo los adjetivos de humano, y sostenible, pone de manifiesto el interés en involucrar a la sociedad en la lógica de relaciones que conocemos como ‘el mercado’, que busca replantear bajo discursos de globalización, las diferencias culturales de los distintos pueblos del mundo y en el plano sociológico, el carácter público y privado del acceso a sus bienes y servicios” (Carmona, 1997: 4).

Una de las críticas más enfáticas en este sentido viene del etnoecólogo Víctor Toledo quien tras analizar la experiencia de reubicación de una comunidad indígena de Uxpanapa, México, proceso en el que incluso se acabó con una enorme extensión de selva tropical, considera que una vez destruido el medio ecológico todo el conocimiento tradicional de la comunidad acumulado por cientos o miles de años se volvió inservible y quedó tambaleante la cultura de la etnia. La ausencia de selva los condena a adoptar la condición de proletarios agrícolas. Actualmente, pese a que viven en modernas casas, no alcanzan a pagar los préstamos conferidos, debido a sus bajos niveles de producción. Toledo indica que en un caso semejante, no solo se ha producido un ecocidio al haberse acabado con el frágil medio selvático, sino que se ha producido también un etnocidio, dado que la comunidad queda imposibilitada de prolongar su modo de vida y su cultura. Por otra parte, es indudable que en este caso el tránsito de un modo de producción a otro, permite una explotación más libre de los hombres y los recursos (Toledo, 1989: 123 – 125)

De este modo, el desarrollo opera como un agente que contribuye a borrar las diferencias y las identidades específicas, y asimila e integra a los grupos étnicos dentro de lo que se ha llamado el proceso de construcción nacional. “Dentro de este contexto, en efecto, la existencia de ‘proyectos civilizadores’ divergentes ‑ sustentados por los sectores culturalmente disímiles con respecto del grupo social hegemónico ‑, se perciben como estorbos para la construcción de esa nacionalidad. Consecuentemente con este proyecto, los Estados no pretenden sino incorporar o integrar a toda la población ‑sin distinción de sus características culturales ‑ a un solo modelo de desarrollo, el modelo requerido por la clase gobernante”  (Guevara y Chuprine, 1989: 4).

El tema del desarrollo aparece aquí mediando en la contradicción Etnia – Estado nación. El desarrollo con todos sus beneficios y sus perjuicios, al ser un mecanismo utilizado verticalmente desde las élites nacionales de poder, viene a convertirse en un elemento más de sujeción étnica al Estado – nación. Un líder indígena (su nombre no está mencionado) logra certeramente expresar esta contradicción y desequilibrio en el título de un artículo suyo denominado “Yo el desarrollo y ustedes los étnicos” (en Guevara y Chuprine, 1989). La frase logra expresar la idea de desbalance, desequilibrio, oposición, referencia despectiva y minimizadora hacia la otredad.

Pero sin embargo, y es aquí donde retomamos la paradoja, no se trata de impedir la mejora de las condiciones de vida de los hombres y mujeres indígenas. Se trata de cambiar el concepto de desarrollo haciéndolo más respetuoso de las culturas indígenas y responsable de su efecto sobre la identidad de las minorías étnicas. Se trata además de un concepto de desarrollo que pueda ser construido por todos los ciudadanos en función de su visión de mundo, lo que significa la revisión de la perspectiva del Estado, en la medida en que éste se asuma a sí mismo como pluricultural y multiétnico, con la participación de todos. A esta tarea se han abocado por diversas vías los propios indígenas: “El movimiento indio, del cual el de los nahuas es un caso particular, está poniendo en discusión cómo hacer compatible los llamados ‘proyectos nacionales’ (macroproyectos públicos o privados) con los intereses regionales y las necesidades de la gente. La premisa es el desarrollo sustentable fincado no en el sacrificio regional en beneficio de lo nacional, sino en una concepción que privilegie los beneficios sociales y que no cobre – como ha ocurrido hasta ahora, víctimas entre los marginados. Citando a un dirigente indio,… un desarrollo que no implique el exterminio de los pueblos indígenas …” (Díaz Polanco, 1997: 102).

No solo se trata de una relación más respetuosa con las comunidades, sino de promover un desarrollo indio autónomo. Dichosamente algunos países como Brasil y Colombia han empezado a admitir lo errado de sus prácticas anteriores: «Tradicionalmente las comunidades indígenas han sido consideradas como grupos marginales sin reconocerles una competencia moral o cultural frente a la sociedad. Bajo un enfoque paternalista, el denominado ‘problema indígena’ solo parece haber encubierto el interés de incorporar estas zonas a una economía de mercado, imponiendo pautas y mecanismos de dominación para con la población india. En el proceso de modernizar la economía colombiana, se han desarrollado políticas económicas y sociales que han llevado a la paulatina desintegración de las etnias, imponiendo criterios, valores y patrones ajenos a su cultura” (Barco. Plan Nacional de Rehabilitación de Colombia, en Guevara y Chuprine, 1989: 4).

Finalmente nuestras sociedades asisten a una ola de movimientos que pugnan por generar un cambio en las relaciones del Estado – nación y las etnias y a replantear el estatus de las comunidades indígenas. En este sentido cabe mencionar un cambio de perspectiva en lo que concierne al “indigenismo”, como se denomina a las políticas que los gobiernos latinoamericanos aplican a las etnias indígenas de sus países. Este que durante las últimas décadas se ha desplazado, al menos en el discurso, desde una orientación integracionista, es decir, proclive a la asimilación de las culturas indígenas por la cultura nacional, a una orientación crítica que respeta las especificidades étnicas y culturales, y las reconoce, en cuanto tales y no como sobrevivencias de la evolución, que deben ser superadas. Adicionalmente, desde la década de los ochenta en la llamada “Declaración de San José” se plantea el concepto de etnodesarrollo, definido como “la ampliación y consolidación de los ámbitos de cultura propia, mediante el fortalecimiento de la capacidad autónoma de decisión de una sociedad culturalmente diferenciada para guiar su propio desarrollo  y el ejercicio de la autodeterminación, cualquiera que sea el nivel que se considere, e implican una organización equitativa y propia del poder.  Esto significa que el grupo étnico es una unidad político administrativa con autoridad propia sobre su territorio y capacidad de decisión en los ámbitos que constituyen un proyecto de desarrollo dentro de un proceso de creciente autonomía y autogestión.” Estas premisas se convierten en política oficial del Instituto Indigenista Interamericano a partir del IX Congreso celebrado en 1985 (Guevara y Chuprine, 1989: 5).

En esta misma dirección de reivindicación y reposicionamiento de los pueblos indígenas se encuentra el proyecto de Ley para el Desarrollo Autónomo de los Pueblos Indígenas, presentado en 1997 ante la Asamblea Legislativa (expediente No. 12. 032) en el que, amparado en el Convenio 169 de la OIT, treinta y nueve comunidades indígenas del país plantean una redefinición de sus relaciones con el Estado, a partir del reconocimiento de su autonomía y reivindicación de sus culturas.

Todos estos acontecimientos son una señal de la intelectualidad indígena en el sentido de que se acercan tiempos con una mayor demanda de respeto, participación y autodeterminación. Si por la víspera se saca el día, es de suponer que en lo atinente a proyectos de desarrollo como el Proyecto Hidroeléctrico Boruca, las expectativas de las comunidades no serán menores.

 

Identidad étnica

¿Puede una comunidad indígena dejar de serlo? ¿Es posible retomar o “reinventar” la identidad étnica perdida? ¿Qué se entiende por identidad étnica? Este es un aspecto esencial en esta investigación y ha sido Cardoso de Oliveira (1992), quien más nos ha ayudado ha esclarecer este punto.

Observa Cardoso que la identidad étnica parece afirmarse aun en medio del cambio cultural. Individuos que viajan a la ciudad, por ejemplo, y se aculturan, siguen en ocasiones considerándose indios. Es por eso que llega a la conclusión de que más que un fenómeno cultural, “… la etnia es un “clasificador” que opera en el interior del sistema interétnico y al nivel ideológico, como producto de las representaciones colectivas, polarizadas por grupos sociales en oposición, latente o manifiesta. Tales grupos son étnicos en la medida en que se definen o se identifican valiéndose de símbolos culturales, “raciales” o religiosos.” (Cardoso, 1992: 16).

Las personas se valen de la identidad étnica para clasificarse a sí mismas y a las demás con propósitos de interacción. Cuando un grupo o una persona se definen como tales, lo hacen por medio de una diferenciación, relación con algún grupo o persona a la cual se enfrentan. Es una identidad que surge por oposición: que no se puede afirmar en aislamiento. La identidad surge en la confrontación o “fricción interétnica” (Cardoso, 1992: 23). Recurriendo a Barth, este autor considera que el aspecto crítico de la definición de grupo étnico es aquel que se relaciona directamente con la identificación étnica, a saber “la característica de autoatribución y atribución de los otros”.

Según Cardoso, las categorías étnicas constituyen sistemas de relaciones intergrupales culturalmente definidos. Estos son formalmente como los papeles (roles) que asignan relaciones de estatus, derechos y deberes. Los distintos grupos en una región intercultural (Buenos Aires de Puntarenas, por ejemplo), reafirman sus identidades por medio de un sistema de referencias o categorías, construido como una ideología de las relaciones intergrupales (Cardoso, 1992: 25). Para Cardoso la identidad étnica es una ideología, esto es, una forma de representación colectiva. Como toda ideología su función es “insertar a los hombres en las actividades prácticas, dotar un plano imaginario o discurso coherente que sirva de horizonte a lo vivido, no explicar sino ocultar contradicciones” (Cardoso, 1992: 56).

La identidad étnica se genera al interior de un sistema interétnico y no solo de la etnia como entidad aislada. Dicho de otro modo, es influida por las relaciones estructurales de la etnia en su articulación con la sociedad en general y por la cultura de la sociedad (Cardoso, 1992: 15). De hecho la identidad étnica está embebida en la cultura de la sociedad mayor, en una cultura de contacto que es también una cultura de dominación o subordinación. La cultura de contacto es el “ conjunto de representaciones (se incluyen los valores) que un grupo étnico construye a partir de la situación de contacto en la que está inmerso, y en términos del cual clasifica (identifica) a sí mismo y clasifica a los otros”  (Cardoso, 1992: 39).

La identidad étnica es un fenómeno bidimensional, que conjuga aspectos individuales y sociales, esto es, psicológicos y antropológicos. Una importante característica que observa el autor en la identidad étnica, es la fluctuación.  La identidad no es estática sino que puede modificarse, ya sea por el grupo o por el individuo, ante circunstancias extremas. Las fluctuaciones deben ser interpretadas como un esfuerzo, a veces dramático, del individuo y del grupo para lograr su sobrevivencia social (Cardoso, 1992: 39). En algunos casos, el autor habla de identidad “manipulada” cuando los grupos o los individuos determinan la identidad en términos de sus necesidades inmediatas. Bajo determinadas condiciones puede producirse una “renuncia” a la identidad.

La identidad étnica de un pueblo puede permanecer en modo latente, siendo invocada u ocultada según la conveniencia o las circunstancias. Cardoso hace mención de grupos de indios en la ciudad o bien convertidos en campesinos. Estos son “remanentes indígenas despojados de su cultura tradicional pero con identidad étnica”. Estos sectores a veces pasan desapercibidos como indios, pero reciben una doble explotación, puesto que además de ser explotados como obreros o campesinos lo son además por el hecho de ser indígenas.

La identidad de étnica puede ser positiva, como cuando un grupo decide reivindicar su ancestro indígena para garantizar el acceso a las tierras tradicionales, o disfrutar de estatus y prestigio, o bien, puede resultar negativa cuando de ello se deriva la carga de un “estigma” (Goffmann), llegándose incluso a experimentar lo que Cardoso llama “dolorosa conciencia de identidad”, cuando el peso del estigma sobre una minoría es excesivo y se convierte en una pesada carga existencial. En tales casos puede darse el fenómeno que Cardoso llama “caboclismo”. Esto ocurre especialmente en contextos de acendrado racismo donde el indio se encuentra rodeado de una ideología que le anula, hasta el grado de que “se ve a sí mismo con ojos de blanco” y prefiere negar su identidad. “El indio procura evitar su identificación tribal, (…) empeñados en aparecer como “civilizados”, una vez que, estando fuera de la reservación, poco o nada se benefician de una acción protectora, aún menos eficaz en el exterior de la reservación, además de que, en esas condiciones, una identificación tribal solo podría traer dificultades en la interacción con los habitantes de la región (Caboclo se llama al indio en zonas de suma discriminación del Brasil, como Santa Rita de Weil) (Cardoso, 1992: 32 – 33). Cada experiencia concreta tiene su especificidad, sin embargo estos conceptos construidos en torno al fenómeno de la identidad étnica, se prestan para pensar y analizar las tendencias que hemos llamado “pensamiento étnico y pensamiento de ruptura en Curré”.

 

Síntesis de la discusión teórica

La posible construcción de un proyecto hidroeléctrico en la Cuenca del Río Térraba y la consiguiente reubicación de la comunidad indígena de Curré opone intereses étnicos y nacionales, en lo que atañe al uso de tierras y otros recursos asignados a la Reserva Indígena. No es aventurado decir que incluso la sobrevivencia de la etnia y la identidad está en juego. Este problema plantea una serie de aspectos teóricos y éticos que hemos pretendido discutir rápidamente, para dar soporte a posteriores análisis. En resumen, algunos de los planteamientos abordados son:

Es la comunidad y la cultura las que crean la conciencia étnica en los individuos, y es ésta a través de símbolos la que hace creer en la existencia de un origen, de sentimientos y destino comunes. La etnicidad puede ser latente y aflorar de pronto por razones de “estrategia social” de un grupo.  La etnicidad no es estática, la etnicidad cambia, no existen formas “originales” o “verdaderas” (Los curreseños de hoy no tienen por qué ser idénticos a los curreseños de mañana).

El Estado nación es un producto europeo que ha logrado extenderse universalmente merced al proceso de colonización y descolonización. En el Estado nación, una etnia o élite, ha logrado ponerse al frente e imponer su cultura e ideología en una formación social en la que pueden participar otros grupos étnicos. Diversos autores coinciden en que la nación es una construcción y no una esencia preexistente y ahistórica, es producto de una élite, su construcción se debe en gran parte a la participación de los intelectuales. La nación es un producto moderno y supraétnico. Dentro de los aspectos que participan en la construcción de la nación se encuentran los procesos de comunicación, los mercados, y la alfabetización (Gellner) los que contribuyen a la configuración de una “comunidad imaginada” (Anderson). Ambos autores citados por Jaffrelot (1993).

En Hispanoamérica, simultáneamente al proceso de construcción de las naciones, se construye el papel de subordinación y explotación de los pueblos indios. Estos son desde un inicio incorporados a las estructuras socioeconómicas nacionales en condiciones de explotación y marginación. La construcción de las culturas nacionales es un proyecto de las élites para legitimar su poder. Se parte de que las culturas indias no existen, tienen poco que aportar o están por desaparecer. En consecuencia, la construcción de estas naciones y la exclusión (negación) de los pueblos indios son caras de la misma moneda (Stavenhagen, 1988) .

En el caso costarricense, la élite hegemónica constructora de la nacionalidad es la oligarquía cafetalera. Un análisis de la literatura desde mediados del siglo XIX hasta mediados del XX, permite determinar rasgos esenciales de lo que se ha llamado el discurso nacional, que contiene los mitos, los héroes y los valores que forman parte del imaginario nacional. Este discurso se caracteriza por una visión centrada en el Valle Central y por la negación de indios, negros y mulatos. Es hasta la década de los cuarenta del Siglo XX (con Mamita Yunai de Carlos Luis Fallas), que el indio y el negro son incorporados como actores sociales a la literatura nacional, lo que supone un gesto de inclusión y de ensanchamiento de la imagen construida de la nación costarricense (Ovares y otros, 1993).

Pese a la negación, parcial o total según los contextos, de que han sido objeto los pueblos indios, han podido mantener la posesión sobre algunas tierras, las que cada cierto tiempo deben defender del interés de otros sectores de la sociedad nacional. Una revisión de la literatura existente demuestra que la posesión de estas tierras no responde a una concesión sino a la existencia de antecedentes legales e históricos que reconocen la pertenencia de estas tierras a los indios (Ocupación previa a la llegada de los españoles, reconocimiento por las leyes coloniales y otros señalados por leyes más recientes). Son, en última instancia, el territorio de un pueblo y de ahí la dimensión política que adquiere el interés de los sectores nacionales sobre territorios que pertenecen a los a los indígenas. No se trata entonces de territorios análogos a las fincas o latifundios de los poseedores no indígenas.  En el caso específico de Curré, se observa que la posesión de estas tierras por parte del Pueblo Boruca, data desde antes de la existencia de la República de Costa Rica.

Hemos señalado que uno de los factores que alimenta la contradicción etnia nación es el desarrollo. Su implementación genera desequilibrios y alteraciones en las culturas tradicionales, ya que acompañando a todo cambio técnico y material va otro correspondiente de las actitudes, pensamientos, valores, creencias y comportamiento del ser humano (Foster, 1964). Para los pueblos indígenas el desarrollo tiene una connotación adicional y es que se trata de un proceso occidental de cambio cultural. Su efecto transformador de las etnias depende poco de la buena o mala voluntad de sus promotores, sino que está implícita en la lógica misma del desarrollo. El desarrollo desarticula y sustituye las formas tradicionales de ser y pone en operación otras, propias del modo de vida urbano industrial capitalista.

Ante esta realidad se pretende cambiar el concepto de desarrollo haciéndolo más respetuoso de las culturas indígenas y responsable de su efecto sobre la cultura y la identidad de las minorías étnicas, logrando en suma “un desarrollo que no implique el exterminio de los pueblos indígenas…” (Díaz Polanco 1997 : 102). En tal sentido se habla de “desarrollo indio autónomo” y “etnodesarrollo”, entendido éste como “la ampliación y consolidación de los ámbitos de cultura propia, mediante el fortalecimiento de la capacidad autónoma de decisión de una sociedad culturalmente diferenciada para guiar su propio desarrollo y el ejercicio de la autodeterminación, cualquiera que sea el nivel que se considere, e implican una organización equitativa y propia del poder…” (Guevara y Chuprine, 1989: 5).

Finalmente conviene precisar que la identidad étnica puede ser fluctuante o latente, y se configura al influjo del sistema interétnico en su conjunto, influida por las relaciones estructurales de la etnia en su articulación con la sociedad en general y por la cultura de la sociedad mayor en que la etnia está inmersa. La identidad étnica es una ideología y una forma de representación colectiva y clasificación social, que expresa los contrastes y las contradicciones sociales.

[1]Dichosamente se ha demostrado que durante las últimas décadas los costarricenses empiezan a conocer y aceptar la existencia de indígenas en su nación, manifestando incluso un incremento de identificación y solidaridad (Borge, 1998). En el campo legal, un paso significativo es la aprobación de la ley 7426 del “12 de Octubre, Día de las Culturas”, en que se reconoce, formalmente, el carácter pluriétnico y multicultural de nuestra nación.